TEXTOS
30 de diciembre de 2022
Sonrisa Nobel
Por Facundo Petrocelli
Ella tiene un minúsculo lunar como un aleph escondido un poco más arriba y al costado de la ceja. Y un sinfín de gestos combinables que siempre le salen bien. No hay Nobel de sonrisas, ella lo merece si a alguien se le ocurriera incluir este género en el galardón. No es despampanante porque no se bien lo que significa y no me gusta caer en adjetivaciones que lo reducen todo a la mínima expresión. Ella es la máxima expresión de todas las palabras que conozco. La conocí en un curso de periodismo. Me había anotado inmediatamente luego de haber visto el aviso en el diario mientras comía una milanesa a la napolitana con papas fritas sin culpa después de mi rutina de natación. Terminaba octubre, ya empezaban a florecer los jacarandás en Rosario y las calles se alfombraban de violeta: la ciudad se ponía fashion. El curso arrancó un jueves. Las clases eran semanales. Fui en bicicleta, pregunté en la recepción el salón donde se dictaba y cuando entré al aula la clase había comenzado. Ella estaba ubicada en la primera fila, pero no asistía como alumna sino como colaboradora del docente. Lo supe cuando el profesor la presentó, ella se dio vuelta y esbozó la sonrisa merecedora de una estatuilla en Estocolmo. Yo estaba con mi cuaderno de apuntes al fondo del salón, cada vez más chiquito, alejado, como una islita perdida sin nombre. Todo ocurrió en un instante en que no se bien qué fue lo que dijo y volvió a sentarse dándonos la espalda. Durante la hora restante que duró la clase me imaginé todas las películas posibles en que los finales terminaban de la misma manera: abrazados en un barco que navegaba sin rumbo. Pero no al estilo hollywoodense. Quizás sí algo más parecido a esa escena fluvial del ferry que avanza a la deriva por el río Magdalena en el final de “El amor en los tiempos del cólera” porque ella me recordaba a la Fermina Daza de la novela con su figura fascinante y vaporosa al frente de ese auditorio. El jueves siguiente fui más temprano y me senté en los primeros pupitres. Fue gracias a ese movimiento estratégico que descubrí su lunar solitario, indefenso, tímido en las inmediaciones de la ceja. Por lo general se hacía un rodete en el pelo con un lápiz y su imagen leyéndonos al frente del aula “Las ciudades invisibles” de Ítalo Calvino la convertían en la emperatriz melancólica de los tártaros que escuchaba los relatos de viaje de Marco Polo. Luego las clases concluyeron y no tuve oportunidad de acercarme a ella para decirle que veneraba su lunar inhóspito, su perfil de emperatriz y su sonrisa nobel. Y que si Ítalo Calvino la hubiera conocido seguramente habría escrito una ciudad con su nombre. Sin duda que si hubiera tenido el coraje de amor de Florentino Ariza se lo habría dicho. Pero no lo tengo. Opté por agregarla en Instagram y esperar el milagro.