TEXTOS
23 de diciembre de 2022
El sueño del ermitaño
Por Facundo Petrocelli
Miro el espejo con incredulidad. No reconozco a quien observo. O quién es la persona del otro lado que me devuelve el reflejo de la imagen. Me detengo en los ojos ancianos. Parpadeo. Indago en la profundidad de las ojeras. Parecen bolsas de arena mojada que se alargan como los semicírculos de espuma que dejan las olas en la playa. Fijo la mirada en esos ojos desmesuradamente abiertos de asombro que se saben observados. Miro con detenimiento, en cámara lenta. Recorro las órbitas, el iris turquesa, el fondo blanco, las pupilas, las cejas entrecanas. Escudriño la antigüedad de esos ojos. Y puedo adivinar el espesor del tiempo, la fragilidad de la vida, las ilusiones gastadas, las horas malas del insomnio, el vaivén de la soledad, la necesidad de querer. Pienso que esa mirada ha visto mucho y tiene un dejo de tristeza infinita de domingo. Abro la boca y me busco los dientes con más fascinación que angustia por ese suceso prodigioso. Acerco al espejo la boca abierta y no veo más que una cavidad honda como una gruta tenebrosa con encías vacías sin rastro de dientes. De las orejas y de la nariz salen pelos como plantitas que crecen entre las grietas de los ladrillos. Cierro la boca y en la comisura de los labios advierto un rictus nostálgico de una despedida. Siento un cansancio primitivo en los huesos y las manos completamente frías, atérmicas. Me toco la frente superpoblada de arrugas y cráteres lunares como si hubiesen explotado allí millones de meteoritos en el principio del universo. Cierro los ojos para borrar desesperadamente esa imagen y vuelvo a los fragmentos del sueño. Bostezo con indolencia, tratando de quitar la pereza que domina cada movimiento de mi cuerpo. Soñé con un ermitaño. Igual al arcano de la baraja de tarot de Marsella “L`Hermite”. Con una barba blanca tupida de matusalén. Caminaba encorvado apoyándose con una caña de bambú que usaba como bastón en una mano y en la otra sostenía una lámpara de querosén que alumbraba en la oscuridad. Vivía en una isla solitaria de Entre Ríos, cerca del puente Rosario-Victoria. Lo molestaba el ruido de los autos, colectivos y camiones que retumbaban en el silencio del atardecer con un eco atronador. Se alimentaba de armados, pejerreyes y bogas del río Paraná que pescaba con una red tejida con hilos de oro. Tomaba mate y hacía crucigramas de diarios viejos todo el tiempo. No necesitaba las soluciones, ni googlear las palabras imposibles porque tenía el conocimiento absoluto. Obviamente tampoco tenía internet porque carecía de todo contacto con la civilización, salvo el ruido ensordecedor de los vehículos que pasaban por el puente. Hasta que un día se aburrió y empezó a recordar cuando no era ermitaño. Esa tarde llovía torrencialmente y se había formado un charco de agua delante de su cueva. Entonces observó un rostro totalmente extraño, irreconocible, muy joven. Era un semblante invadido por el acné que se esparcía como una colonia de hormigas coloradas en ambas mejillas y tenía una graciosa sonrisa despareja con brackets de ortodoncia. Fue entonces cuando el ermitaño se vio como yo de adolescente y en ese preciso momento fue cuando desperté. Y ahora en el espejo del baño estoy mirándome como el ermitaño del sueño.