TEXTOS
17 de diciembre de 2022
Noche de película
Por Facundo Petrocelli
Tengo un vago pero intenso recuerdo de la película Fermín. No recuerdo con precisión cuándo la vi, qué fecha exacta, pero sí que fue un viernes brumoso y frío que había salido de trabajar. La oficina está a dos cuadras y media del cine-teatro Arteón, un cine fantasma metido en una galería comercial donde pasan películas argentinas y donde todas las veces que fui no había más de diez espectadores. Por lo general mujeres mayores que te miraban con cierta melancolía o alguna pareja de adolescentes que se estrujaban en el rincón más oscuro de la sala. Delante de la galería sobre la vereda, una marquesina transparente expone las películas y horarios. El cine Arteón es un lugar de la ciudad que aún no fue demolido por el tiempo. Cada vez que paso por su frente rumbo al trabajo tengo la costumbre de observar las películas en cartelera. El día que vi el afiche de “Fermín” con Héctor Alterio y Gastón Pauls me sentí atraído de inmediato. El cartel mostraba una foto de un viejo bodegón donde parejas bailaban tango. Cuando voy al cine a ver una película que me interesa, me gusta ir solo. Pero en el Arteón siento algo familiar porque somos siempre los mismos que nos reconocemos con breves gestos, como miembros de una secreta cofradía. El viejo gordo con cejas blancas de la boletería nos recibe como un anfitrión a su casa mientras anota los tickets vendidos en una planilla cuadriculada con mancha de café y nos hace esperar en un pasillo con sillas de plástico. La tarde noche que fui a ver Fermín se repitió la misma rutina. Compré la entrada, saludé a las tres señoras enjoyadas y perfumadas que estaban esperando con el ticket en mano. Pero me sorprendió ver una chica con auriculares que tendría veintitantos al final del pasillo apoyada sobre la pared. Entramos en la sala y nos dispersamos. Las butacas no están numeradas y se puede elegir libremente. Por lo general me ubico en la parte del medio para atrás. Las tres señoras se sentaron dos o tres filas más adelante. La chica de los auriculares y yo quedamos en la misma fila en cada extremo. Promediando la media hora de la película la chica se paró y salió corriendo de la sala. Pensé que iría al baño, pero no volvió. Terminó la película y salí del cine caminando para el lado del río. Las luces de neón de los carteles de calle Santa Fe se reflejaban en el pavimento húmedo por la niebla. Fui a la parada del 120 a tomar el cole de vuelta a casa y al pasar por el bar El Cairo tuve una sensación extraña. Un tango sonaba desde adentro y la puerta se abrió de golpe. Un hombre peinado con raya a la gomina y de impecable traje negro me dijo apurate pibe que ya está arrancando la orquesta. Lo miré sin entender mientras veía pasar al 120 por la otra esquina. Me agarró del brazo y me metió en el bar de sopetón. Adentro estaba repleto y una orquesta tocaba en el escenario. El hombre de la puerta me arrastraba y la gente me saludaba con gestos elegantes a los que respondía con leves movimientos de cabeza. De repente, desde atrás de una columna, apareció la chica de los auriculares pero sin los jeans gastados y el pulóver rojo que tenía en el cine, sino con un vestido oscuro, exquisito, de fiesta, ceñido al cuerpo con un tajo en una de sus piernas que parecía una puerta secreta al paraíso. Todo el ambiente era muy parecido a la película y pensé si era posible lo que estaba ocurriendo. Cuando la chica se me acercó quise preguntarle por qué se había ido corriendo del cine. Pero no me dio tiempo, me agarró una mano, la llevó a su espalda y enlazó la otra con sus dedos. Tenía un perfume frutal que me recordaba a mi maestra de primer grado. Bailamos casi en punta de pies, como flotando en una nube. Un bocinazo, dos, tres. De repente, escuché una voz ronca, cavernosa, que rompió el encanto: “¿Subís pibe?”. Enfrente mío, el chofer del 120, con un escarbadientes en la boca, me miraba impaciente. Saqué la tarjeta y marqué en la máquina el boleto. Por suerte aún me quedaba saldo para un último viaje.