Domingo 26 de Marzo de 2023

TEXTOS

2 de diciembre de 2022

Dios es argentino

Por Facundo Petrocelli

Una vez de vacaciones en Morro de Sao Paulo sentí el vértigo de la muerte. Ese instante que uno se sabe perdido y se hace la idea del final de la película. Recuerdo que estaba con un amigo en la playa. Era media tarde y enfrente a unos cien metros había un islote con palmeras donde un hippie rastafari organizaba excursiones de buceo por los corales. Más allá se hacía mar abierto. En el hostel nos habían indicado que la marea era traicionera y que después de cierto horario debíamos tener cuidado de no alejarnos demasiado de la orilla. Ese día estábamos tomando unas latas de skol cuando mi amigo me desafió cruzar a nado hasta el islote. Confiados en la aventura y excitados por la cerveza, nos zambullimos y atravesamos el mar. Sorteamos coloridos barquitos pesqueros anclados y llegamos, sin demasiado esfuerzo, a la diminuta isla de cocoteros. Hacía mucho calor, no encontramos a ninguna persona. El precario rancho de troncos y hojas de palmeras del rastafari estaba cerrado. Decidimos emprender el regreso y promediando la mitad del recorrido advertimos que por más que nadáramos con toda la fuerza posible siempre estábamos en el mismo lugar. Ya no podíamos volver a la isla porque nos había quedado lejos y el mar nos arrastraba hacia el océano profundo. Cuando entendí la situación límite, en ese minuto fatal que rebobinas la memoria como una cinta, pude escuchar claramente el portuñol de la bahiana del hostel que nos había dicho “mar perigoso” mientras cargaba un canasto de sábanas sucias hacia el lavadero. No quise alertar a mi amigo pero no hizo falta. Cuando nos miramos ambos comprendimos el amargo trance en que estábamos metidos, ese preámbulo negro, una sensación indefinida y desconcertante. El primer pensamiento que se me vino a la mente fue la forma absurda de morir, como si hubiera otras formas más justificadas o razonables. Por ejemplo que se hubiera caído el avión en que vinimos a Salvador de Bahía. O estrellarnos en un accidente de tránsito que bien pudo haber ocurrido con el transfer al puerto. El chofer de la combi, un carioca fornido de musculosas y hawaianas con un penetrante olor a chivo, manejaba a una velocidad desquiciada en esa ruta inverosímilmente angosta que zigzagueaba entre los morros. Mientras esquivaba autos como en un jueguito electrónico y piloteaba curvas cerradísimas, nos miraba por el espejo retrovisor preguntándonos por Messi al mismo tiempo que sacaba las manos del volante para reconstruir el último gol de Neymar en el Barcelona. Pero salimos ilesos de esa especie de montaña rusa-brasilera. Sin duda que la muerte por un accidente aéreo o en la ruta tenía un estatus diferente a la muerte pelotuda de dos jóvenes borrachos arrastrados por la marea en vacaciones de verano. Pensé en la noticia de los diarios y me preocupé si en la autopsia del cuerpo saldría el alcohol en sangre. No quería dejar esa imagen en el mundo. Me asaltó un sentimiento de culpa. Ya no me preocupaba tanto el hecho de morir, sino el sufrimiento que generaba en mi familia. Ahí mismo me di cuenta que no podía tolerar ese ataque culposo en el momento crucial de mi muerte y que si por algún milagro me salvaba, cuando llegara a Rosario, iba a retomar la terapia que había abandonado cuando dejó de cubrirla la obra social. Entonces pasé de la culpa a la nostalgia sin escala. Añoré las cosas simples: el asadito familiar de los domingos, el café de los bares, andar en bicicleta, caminar de noche, cruzar el río en kayac los fines de semana, leer, viajar. Me di cuenta que los problemas que tenía no eran realmente problemas o no tenían demasiado sentido, sino que el problema era justamente tener que morir ahogado a miles de kilómetros en un lugar extraño y que todo finalmente acabara de esa manera con tantas cosas que me quedaban pendientes. Sin poder abrazar a nadie más, ni despedirme de la forma que quisiera. Cuando ya todo era silencio pensándome muerto escuché voces y que alguien me levantaba. Al rato escupí litros de agua salada y vi un hombre delante mío con piel curtida, ojos celestes y una barba blanca que me zamarreaba con fuerza de los hombros. Un pescador de atún nos había visto desde su bote y acudió presuroso a nuestro rescate. Esa misma noche celebrando la vida con varias rondas de caipiroska mi amigo me contó que me desmayé cuando el pescador me subió a la barcaza y al abrir los ojos le pregunté con extrañeza “¿Dios?”.

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