Domingo 26 de Marzo de 2023

TEXTOS

30 de noviembre de 2022

Cenizas

Por Facundo Petrocelli

Luego de tomar una botella de whisky con una tableta de ibupirac, Rosario cayó inconsciente sobre la mesa ratona. El jarrón de porcelana estalló en mil pedazos contra el piso y las cenizas de la abuela se desparramaron por toda la habitación. Se había separado de Sofía tras una extenuante e interminable relación sembrada de celos, egos y reconciliaciones efímeras. Se conocieron en el primer año de la Facultad de Filosofía y Letras. Rosario, recién llegada a la gran metrópoli, estaba deslumbrada por ese monstruo delicioso y seductor de avenidas anchas, subtes y personas desconocidas que caminaban absortas sin prestar atención a nada. Le había costado convencer a su familia para que la dejaran estudiar en Buenos Aires y abandonar el sillón del directorio de la empresa familiar con el padre sentado en la cabecera abajo del retrato del abuelo, que, con sus bigotes adustos, parecía seguir al frente de la compañía desde el más allá. Siempre detestó ser la hija de. La nieta de. El apellido era un lastre insoportable que lanzó con todas sus fuerzas al río de la urbe faraónica en una madrugada calurosa de diciembre. Había salido a bailar con Sofía y en el boliche habían tenido ciertos chispazos que trascendían la frontera de la amistad. Despachaban a todos los hombres que se les acercaban con un sketch bizarro en que se inventaban personajes desopilantes. Desde monjas drogadictas escapadas de un convento del interior hasta prostitutas vip con tetas siliconadas en búsqueda de clientes. Se reían, se burlaban de todos y cada tanto se daban besos largos cuando simulaban ser las hermanas lesbianas que huyeron de los padres testigos de Jehová. Esa noche al salir del boliche en la Costanera norte, fueron a sentarse en el barandal de los pescadores y después de fumar un porro se besaron de verdad. A la semana vivían juntas en el monoambiente de Sofía en Caballito y Rosario abandonó el dúplex señorial de calle Libertador que parecía una mansión francesa colgada en el aire. Nunca dijo a sus padres la verdad y cuando viajaban a visitarla volvía a su departamento palaciego deshabitado. Sofía dejó luego la facultad porque necesitaba trabajar y no aceptaba ningún dinero que le ofrecía Rosario, cuya cuenta bancaria no padecía sobresalto con la soja pujante de los campos de su pueblo. Las rutinas superpuestas, las disimiles necesidades, los choques domésticos de una convivencia precipitada comenzaron a torcer el rumbo amoroso hacia regiones menos amables. Más tarde la aparición de terceros, allegados y compañeros contribuyeron a tensar aún más la cuerda con escenas, mensajes, llamados, planes que despertaban suspicacias no resueltas. El resto lo hizo el tiempo. Desplantes, comentarios hirientes, rencores que salían a la luz, silencios incómodos. Hasta que llegaron los gritos destemplados, las discusiones con llanto, los portazos, las idas y vueltas atadas con alambre. Y finalmente los epítetos agraviantes y sin retorno que abren el abismo inevitable. Los hirientes “puta resentida”, “cheta garca”, “careta mantenida del orto” bajaron definitivamente el telón del amor eterno que se habían juramentado drogadas en aquel lejano amanecer frente al río. Entonces Rosario se tomó el primer micro a su pueblo llorando silenciosamente todo el viaje y fue directo a su casa. Enfrentó a su padre con una furia incontenible y atrasada desde su infancia. Le dijo o escupió: que se podía meter la empresa, el departamento de Libertador y el apellido bien en el culo, que estaba cansada de ese pueblo de mierda e hipócrita que alababa al abuelo, un viejo misógino, abusador e hijo de puta que golpeó toda su vida a la abuela, a punto de no saber si fue quien la mató pobrecita abuelita cuando apareció misteriosamente ahogada en el arroyo y que a ella misma, varias veces, de chiquita cuando estaban solos en la casa del campo le tocaba por debajo de la bombacha diciendo que era un juego y amenazándola con que si contaba algo la tiraría de comida para los chanchos. Sin esperar respuesta, se dio vuelta, agarró el jarrón turco de porcelana con las cenizas de su abuela que estaba arriba del hogar y se fue caminando del pueblo por la calle principal con el jarrón abajo del brazo. Llegó a la ruta y siguió caminando por la banquina sin detenerse. Se detuvo en un almacén de ramos generales y compró whisky e ibupirac. Siguió caminando. Paró en un motel con cartel luminoso cuando anochecía. Pidió una habitación y le dieron la única que quedaba libre. 

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