Domingo 26 de Marzo de 2023

TEXTOS

11 de noviembre de 2022

Amor de verano

Por Facundo Petrocelli

Si la pileta del club fuera un océano Eliana sin duda sería una sirena de las profundidades del trampolín. Y yo un Ulises adolescente en estado de naufragio rendido a su belleza marina. No existía en ese verano imagen más convocante o tema de conversación entre mis amigos que pasara por alto el bikini floreado que lucía su cuerpo bronceado. Hay algunas cosas que me quedaron grabadas de ese verano profundamente hormonal de los noventa: los alfajores triples fantoche, la coca helada después de jugar a la pelota que tomábamos sentados en el cordón de la vereda, la canción Samantha de Machito Ponce que ponían a todo volumen en los parlantes de la cantina. Y el plantón de Eliana. Era una época donde internet y los celulares aun no gobernaban las vidas, ni existían los algoritmos que ordenaban la música para escuchar o las películas para mirar. Tampoco había redes sociales, selfies, likes o solicitudes de amistad. La vida era más real y las emociones no eran emoticones. Con mis amigos pedíamos canciones en la radio que grabábamos en casetes. En aquel verano empezamos a descubrir ciertos ardores del cuerpo que alimentábamos con películas de la Coca Sarli y sus tetas omnipresentes en nuestra imaginación púber. Un sábado de enero tuvimos el primer cumpleaños de quince. El más atrevido del grupo escondió una botella de cerveza que un mozo nos franqueó de contrabando por cinco pesos. Me animé con dos o tres tragos y disimulé con la mejor cara el asco que me causó. Al ver a Eliana con un vestido negro que bailaba la canción Samantha en medio de la pista, tomé varios tragos más y sentí un súbito mareo de felicidad. Me resultaba extraño verla sin el bikini floreado de la pileta y fue lo primero que se me ocurrió decirle cuando me acerqué. Ella me sonrió. Después de Machito Ponce, se bajaron las luces y empezó a sonar un lento de Aerosmith. Tímidamente la tomé de la cintura y ella apoyó sus manos en mis hombros. Eliana con tacos me sacaba unos cuantos centímetros de altura. Y entonces pronuncié las palabras que pudieron cambiar el curso de mi vida. “¿Te querés casar conmigo?” le dije mirándola desde abajo como a una imagen religiosa. Mis amigos silbaban y aplaudían desde la mesa haciéndome pasar el ridículo. Habían negociado en el mercado negro de la cocina otra cerveza. Ella me miró sorprendida y me respondió con tres palabras que estallaron en mi cabeza junto con el estribillo de Aerosmith, “Mañana te digo”. No lograba entender ese plazo de gracia, pero lo tomé con ingenuo optimismo. “Dónde”, alcancé a preguntarle cuando prendían las luces y se despejaba la pista. “En la plaza Sarmiento a las dos de la tarde” me dijo mientras se alejaba y aparecían el padre, los abuelos, los tíos, los primos de la cumpleañera formando fila para bailar el vals en un repentino cambio de escena. No hace falta decir que: mis amigos no me creyeron que pedí casamiento a la reina de la pileta, que la noche previa a la cita no dormí, que inventé una excusa a mi familia para ausentarme del asado de domingo, que me puse una camisa nueva, que compré flores por primera vez en mi vida, que estuve sentado en la plaza Sarmiento hasta las siete de la tarde, que un perro se acercó a olisquear el ramo de flores, que lloré sin saber que por eso se podía llorar.

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