TEXTOS
4 de noviembre de 2022
El caso del canario
Por Facundo Petrocelli
Quizás el caso más extraño que tuvo Roberto fue el del canario. Hay veces que se olvida de su nombre. Tiene tantos que suele olvidarse el propio. Confiesa que no le gusta tener nada fijo, inamovible. Hace treinta años que vive mirando a los demás a punto tal que ha dejado de mirarse a sí mismo. La comida enlatada, las horas vacías de espera, los pretextos oportunos, la impostura de ser otro. No es actor, no es escritor. Es un mirón profesional. Lo llamaré Roberto porque así se presentó, aunque dudo que sea su verdadero nombre. Pensé que solo existían los espías en series y en películas. Y jamás pensé que me iba a enamorar de un paciente. Ambas cosas sucedieron instantáneamente: Roberto era detective y yo su psicoanalista. Entró al consultorio con el típico aire de misterio y las primeras palabras que pronunció me generaron una atracción irresistible. Dijo soy nadie. Esa mañana de diciembre llovía. Colgó el piloto en el perchero y algunas gotas tardaron en evaporarse de su frente. Me preguntó por mis honorarios y me dijo que no lo interrumpiera porque necesitaba hablar. Me contó el asunto que lo inquietaba. Una señora mayor lo había contratado porque había desaparecido su canario y dudaba de un secuestro al hallar una pluma tornasolada debajo de la mesa de la cocina. Él se excusó porque el pedido excedía sus competencias y explicó amablemente que se dedicaba a tareas de otro tipo. La mujer, que vestía un elegante tapado de bisonte y tenía sus manos finamente enguantadas, lo miró extrañada con la frialdad de sus ojos aristocráticos. Esa mirada gélida expresaba el desconcierto y asombro de las personas que están acostumbradas a mandar y desconocen un no como respuesta. Roberto soportó estoicamente el peso fulminante de esos ojos glaciares que le recordaban a su madre y cuando iba a pararse para poner fin a la visita, la señora le ofreció una fortuna como recompensa. El pájaro era un campeón de competición y lo había heredado de su padre. Su misteriosa desaparición ponía en riesgo una tradición familiar que se remontaba al tatarabuelo. El afán terapéutico pudo más que el pacto por no interrumpirlo y le pregunté por la mirada de su madre. Su flequillo había secado, se lo echó para atrás con ambas manos en un súbito movimiento y con la misma vehemencia comenzó a llorar. La lluvia que golpeaba en la ventana y el llanto que se desparramaba como un torrente desquiciado en la alfombra parecían la misma cosa. Dejé que se desahogara felicitándome por el olfato lacaniano y aproveché para observarlo con detenimiento. Parecía una estatua de Rodin abatida en el diván. Sus hombros helénicos y su nariz escultórica se sacudían con los espasmos y gemidos de ese sollozo guardado quién sabe por cuánto tiempo. El caso del canario había abierto una puerta herrumbrosa de su pasado, de una infancia solitaria o de una pérdida temprana. Me pregunté si acaso espiar a los demás, su trabajo detectivesco, no era una manera inconsciente de buscarse a sí mismo. Sus primeras palabras al cruzar la puerta fueron soy nadie. Sus tantos perfiles falsos, sus documentos adulterados, toda su vida dedicada a esconderse. El éxito de su oficio era volverse invisible. Su aire desvalido, su angustiante encierro, su infinita pequeñez me provocaba una ternura incontenible y un deseo de aferrarme a su cuerpo indefenso para exorcizar ese fantasma peligroso de soledad. Quise abrazarlo, abalanzarme sobre él. Quitarle la camisa, los pantalones húmedos, perderme en su aliento de león asustado. El llanto fue apaciguándose y se disculpó diciendo que hacía mucho tiempo no lloraba. Luego hubo un silencio prolongado hasta que finalizó la sesión. Roberto se paró lentamente, agarró el piloto y antes de girar el picaporte para marcharse, me dijo que el canario se había escapado. Se lo confesó el mayordomo que dejó la jaula abierta porque le daba pena ver un pájaro encerrado. Asentí, le devolví una sonrisa lo más profesional posible y agarré el teléfono para derivar su tratamiento a un colega.