Domingo 26 de Marzo de 2023

29 de septiembre de 2022

Las clases sociales

Por Facundo Petrocelli

Roberto a los nueve años descubrió su clase social cuando la maestra de música de cuarto grado creó el coro del colegio. Por entonces estaba perdidamente enamorado de Margarita Pereyra. En el recreo elegía un rincón escondido del patio, bajo la sombra de una tupida Santa Rita, para mirarla saltar en el elástico o correr con las trenzas al viento jugando a la mancha. Al salir del aula le ofrecía un alfajor de chocolate que ella siempre rechazaba con una sonrisa vaporosa, tenue e infinitamente cálida que lo acompañaba en todo el camino de vuelta a casa. No existía otro momento más maravilloso para Roberto que ese instante en que ella le decía “No gracias” mientras dibujaba con los labios una mueca tímida con aliento a chicle de frutilla. Pero su relación con Margarita Pereyra comenzó a angustiarlo cuando la maestra de música propuso armar el coro para el acto de fin de año. Entonces la profesora pidió a todo el curso que formara una fila para ordenar los lugares en que cada uno debía colocarse. Roberto se ubicó al final de la fila, pero la profesora lo mandó a ponerse en el medio delante de Pérez. Margarita Pereyra era espigada, con largos brazos y un interminable cuello de cisne. Quedó posicionada al lado de Gutiérrez en la última línea del coro.

Ese día al llegar del colegio mientras almorzaba con su familia frente al televisor, Roberto escuchó con atención el noticiero que informaba: “cae el poder adquisitivo de la clase baja”, “la clase media definirá la elección presidencial de este año”, “emigra la población de clase alta a los barrios privados”. Dejó de masticar la milanesa por la fuerza de una revelación que se le apareció como un relámpago fulminante. Al fin comprendió que la diferencia de las clases sociales dependía de la estatura. Este mismo descubrimiento que lo deslumbró también lo llenó de desasosiego al temer que las personas de diferente clase social no pudieran casarse. Margarita Pereyra era de clase social alta y él apenas podía alcanzar con mucho esfuerzo la clase media, con riesgo incluso de caer irremediablemente a la clase baja con Pérez si los demás de adelante crecían algún centímetro. Esta aspiración de clase que se materializaba en su lugar en el coro torturó a Roberto y no lo dejaba dormir. Su metro quince lo condenaba a mirar de abajo, desde lejos y para siempre a Margarita Pereyra.

Hizo una raya con fibrón verde en la puerta de la habitación sobre su cabeza y todas las noches antes de acostarse se paraba sobre la marca pero ésta no se movía un milímetro. Preguntó a su madre si podría ser más alto para fin de año y ella, riéndose, le respondió que se quedara tranquilo, que ya iba a pegar el estirón. Esa promesa materna de ascenso social le dio alguna esperanza, pero no logró calmar su ansiedad que aumentaba cada vez que giraba su cabeza y veía a Margarita Pereyra cerca de Gutiérrez en la cima del coro. Empezó a comer brócoli, lentejas y frutas. A jugar al básquet y al vóley. Hacía flexiones de brazos todas las mañanas y cincuenta saltos diarios en la terraza de su casa para alcanzar los broches que colgaban en la soga de tender la ropa.

Al llegar diciembre, los esfuerzos de Roberto fueron en vano. Su cabeza no había logrado superar ni un poco la frontera verde marcada en la puerta. Pero sus ilusiones se desmoronaron por completo cuando, finalizada la presentación del coro en el salón de actos, vio salir de la escuela a Margarita Pereyra de la mano de Pérez con la sonrisa más dulce del mundo.

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