Domingo 26 de Marzo de 2023

CRÓNICAS

15 de septiembre de 2022

Una tarde con La Palabra Colectiva y un especial homenaje a la poeta madre

Tras la inauguración de la Feria del Libro, Revista Atenea se dio una vuelta por el Centro Cultural Fontanarrosa. Aquí un relato en primera persona sobre el conversatorio de la agrupación de poetas feministas que culminó con una emotiva performance dedicada a la poeta, prosista y crítica literaria Concepción Bertone.

Es sábado y llego en bici a la Feria del Libro. El jueves no pude asistir a la inauguración y el viernes tampoco. Tenía ansiedad por venir. Y justo hoy se presentan dos eventos que mi profe Alicia había comentado en clase. Profesora, periodista y poeta a quien admiro y que, además, justo había terminado de leer su último libro de poemas. Ato rápidamente la bici con la linga porque estoy llegando tarde. No encuentro un sector para bicicletas y la dejo encadenada a una valla. Camino apurado hacia la entrada del edificio, pregunto por la Sala Jorge Riestra, subo al primer piso. La gente se agolpa alrededor mío. Es difícil caminar, abrirse paso. Los pasillos están colmados. Siento una súbita sensación de felicidad. Pienso cuando estábamos encerrados, cuando el otro era peligroso y reunirse era una odisea: familias al otro lado de una pantalla que inventaban gestos para abrazarse. Porque la pandemia fue también fundar un nuevo lenguaje para estar cerca. ¿Alguien puede dudar del valor de la palabra para salvarnos? Somos sobrevivientes, me digo. Torrentes de cuerpos se desplazan a la par mía, un hormiguero en movimiento, incesante, que va y viene. Tumulto, gritos, risas, abrazos, clima de fiesta. Llego a la sala Riestra. Reviso la programación: “Escritorxs desobedientxs de Rosario: genealogía y desafío”. Veo a la profe, me acerco a saludarla, me dice en un rato arranca. No sé bien dónde pararme, hay mucha gente para entrar, todxs se saludan, todxs se conocen. La profe me presenta como “un periodista”. La profe a quien yo leo con asombro. Quien escribe notas en el diario de la ciudad que observo con microscopio, diseccionando las frases, como un sapo en un laboratorio, para descubrir la alquimia sintáctica lograda en un párrafo. Dice a sus pares poetas: acá este chico es alumno mío de TEA y periodista. Me retumba esta última palabra. Siento una picazón de calor, un calcinamiento en la cara que entiendo presenta color bordó, un movimiento sísmico en alguna parte del cuerpo que disimulo con una sonrisa breve, ficticia, protocolar, de actor principiante. Me ahorro la aclaración de semiperiodista, la disculpa sobre mi condición foránea en esa cofradía maravillosa de poetas rosarinas. Dejo para otra ocasión mi credencial que suelo mostrar al mundo, el discurso trillado de soy abogado/estudio periodismo/termino la carrera a fin de año/escribo en una revista cultural. Me doy un permitido, hoy voy a ser periodista, sin más. O mejor aún, voy a ser. Así, a secas. Lo que salga. Ya hay una especie de fervor que me contagia, esas poetas transportan algo estimulante en sus voces, en sus tonos, en sus miradas. Me siento al fondo de la sala. Las expositoras no se ubican en la tarima, acomodan las sillas en el centro y, micrófono en mano, hablan. Escucho discursos encendidos, contenedores, reflexivos. La palabra circula, invita, propone, reclama, embate, lamenta, tiende puentes colectivos. Aquí la palabra es de todxs. Me entero de “La Palabra Colectiva”. Una organización feminista que nuclea hace tres años a escritoras, correctoras y editoras mujeres y de la diversidad sexual de Rosario. En el conversatorio comparten sus necesidades, desafíos, angustias, deseos. Hay un silencio respetuoso, una escucha compartida, un aire de revolución: imagino un cabildo abierto de poetas mujeres que llaman a alzarse en palabras contra lo impuesto, lo injusto, lo callado. El micrófono es una antorcha que se va pasando de mano en mano. Pero el tiempo apremia y hay que abandonar la sala porque viene otra actividad. Salimos. Me acerco a la profe, fue una de las oradoras, la felicito y me dice que a las 18 no me pierda el homenaje a Concepción Bertone en la explanada del edificio. Son las 17 así que queda una hora. Decido recorrer la feria. Deambulo por los stands con un placer infinito. Estoy en Disney, quiero subirme a todos los juegos. Me demoro en las librerías más chiquitas, desconocidas, en las editoriales independientes. Me detengo en un stand de libros infantiles, me emociona ver a un niñx con un libro abierto. Pienso en la frase de Borges: “Siempre imaginé que el paraíso sería algún tipo de biblioteca”. ¡Cuánta razón Jorgito querido! Busco novedades, autores de la ciudad, asustan algunos precios, pero veo también muy buenas promociones. Me contengo para no comprar compulsivamente, tengo una torre de libros en mi mesita de luz que amenaza derrumbe. Se aproximan las 18 y salgo a la explanada. Extraño a las poetas rebeldes, quiero escucharlas. Vuelvo a cruzarme con la profe, me dice lo hacemos allá, estamos esperando que traigan una mesa. Vamos hacia allá, me quedo a un costado. Se improvisa un espacio en el medio, llega la mesa. Las poetas van de aquí para allá, abrazándose, sonriendo, una prolongación de saludos efusivos. Nuevamente, el fervor corre por los rostros como una corriente eléctrica. Y en el centro del tumulto puedo divisar a la homenajeada, la poeta mayor, la poeta madre, el origen de la genealogía: Concepción Bertone. La profe me había comentado que no está bien de salud, que quedó mal después de la muerte de su marido hace poco tiempo y que vive sola en un geriátrico. El maremágnum de emociones está en su punto máximo. Sientan a Concepción en una silla de plástico roja y las poetas hijas le rinden homenaje de la mejor manera posible: leyendo sus poemas a viva voz. Los versos de Concepción, que surcaron el camino, que sembraron las semillas, son lanzados al aire como fuegos artificiales en el cielo de Rosario que empieza a oscurecer. Y Concepción allí sentada en su trono de emperatriz sigue atenta cada entonación con sus ojos profundos de mar que lo vieron todo para escribirlo y, en agradecimiento, arroja besos a las discípulas guardianas de su obra. A esa altura, los abrazos se funden en lágrimas colectivas. Para cerrar el acto, las poetas llenan ollas con poemas enrollados de autoras rosarinas –vivas y fallecidas- para repartir entre el público. Yo agarro uno, rescato una última mirada dulce de la escritora ancestral, me acerco a saludar y agradecer a la profe. Noto sus ojos llorosos, me dice que Concepción fue su maestra cuando empezó a escribir poemas. Pienso en la importancia de lxs maestrxs, qué oficio tan noble. Busco la bici. Por suerte sigue donde la dejé. Está brava la ciudad de la furia y el humo. Desato el candado y me voy pedaleando despacito a casa. Quiero leer a Concepción, quiero leer a las poetas rosarinas, que a partir de hoy considero mis amigas. Ah, de la olla saqué un poema de María Paula Alzugaray. El título es “Capa” y la primera estrofa dice “Barnizar la vida con un manto/que no penetre nada que la afee/que titilen petrificados en su mejor momento/alucinación y deseo”.

Por: Facundo Petrocelli

COMPARTIR:

Notas Relacionadas